Las Cabañuelas
El hombre aldeano ha tendido siempre a la autarquía y a la autogestión; a veces hasta límites insospechados, como en este caso: en el pueblo que nos ocupa, los ancianos eran, hasta hace poco, maestros en predecir el tiempo, y para ello se servían de una fórmula que se conoce con el nombre de “las cabañuelas”.
Cada día de los finales de díciembre representa un mes del año que va a venir; lo que ocurra ese día desde el punto de vista climático, puede ser el inicio de lo que ocurrirá en el mes que representa. El método es el siguiente: comienzan el día 13 de diciembre, día de Santa Lucía. Este día representa el mes de enero; el día siguiente, el 14 de diciembre, febrero; el 15, marzo, etc., hasta el 24 de diciembre que es el último día, y representa el mes de diciembre. El día de Navidad es un día que no sirve; ese día se descansan las “cabañuelas”, y el día 26 de diciembre comienzan otra vez, pero, en este caso, los meses se cuentan al revés: el día 26 representa diciembre; el día 27, noviembre; 28, octubre, etc., hasta el día 6 de enero, que es enero. A continuación se conjugan las dos muestras y con estos datos, se hacen predicciones para el año siguiente. El método, a primera vista, parece sencillo, pero requiere mucha práctica para ver en cambios imperceptibles del tiempo durante un día lo que puede suceder el mes en él simbolizado.
La fidelidad de las predicciones era bastante buena; claro está que la gente no hacía predícciones con caracteres futurólogos, para ver si llovería un día u otro, sino para determinar el tiempo en general con la finalidad de saber cuándo y en qué momentos se podía sembrar, escardar, etc. En definitiva, servía sólo para ellos.
Como se ve, la fecha alrededor de la cual giran las “cabañuelas”, es el día de Navidad, habiendo en este día un algo mágico, de fiesta sagrada para nuestra cultura, y, además, una coincidencia con el solsticio de invierno; por eso no es capricho que la sabiduría popular haya hecho la dívisión de las “cabañuelas” no al final del año del calendario sino de acuerdo con el calendario solar.
La Identidad de una Aldea
Si a lo largo de este trabajo hemos venido recalcando el carácter universal en toda la comarca de los Oteros, de estas maneras de vivir, de sus manifestaciones culturales y hasta de su historia, sin embargo ahora vamos a ver la otra cara de la moneda, el polo opuesto que constituye y da valor a la dialéctica vivencial de las personas de cualquier aldea. El carácter individualista que pretenden los habitantes de cada pueblo, el intento de destacar sus propias características y diferencias respecto a los pueblos circundantes, aunque tengan la misma vida y las mismas costumbres. A una comunidad, como hemos dicho antes, se pertenece de dos maneras: o por nacimiento, o por casamiento; pero en ambos casos se requiere un rito que, específicamente, haga al individuo miembro de esa comunidad. Nos estamos refiriendo, claro está, al elemento masculino, ya que desde el punto de vista comunitario la mujer, en estas aldeas, no tiene valor; mucha gente, en la actualidad, habla de las aldeas castellano-leonesas como el paraíso tradicional del feminismo, aduciendo que en estas sociedades la mujer era igual al hombre porque trabajaba la tierra y le ayudaba en las tareas agrícolas y ganaderas; quizás la mujer aldeana haya tenido una importancia económica vital en el desarrollo de las faenas del campo, pero desde el punto de vista social, la mujer ha estado siempre totalmente marginada; no tiene asiento en los concejos, no puede expresar sus pareceres en las reuniones de la aldea a no ser por medio del marido o de alguien que la represente, y ni siquiera siendo viuda tiene estos derechos. Agustín Díez nos cuenta que en otra aldea leonesa, Mataluenga, cuando el concejo se reunía sólo para beber vino, las viudas mandaban a sus hijos por la ración que les correspondía como a cabezas de familia, pero ellas no tenían cabida en estas reuniones. Los hombres tienen dos maneras de hacer efectiva esa pertenencia a la comunidad; los nativos al llegar a los 16 años pagaban la “cuartilla”; esta costumbre, verdadero rito de iniciación masculino, consistía en que el neófito que “entraba de mozo” pagaba una cuartilla de vino “a la mocedad”, que con tal motivo se reunía en una comida de hermandad; a partir de esta fecha el nuevo mozo tenía derecho a rondar a las mozas y a asistir a todas las reuniones de la juventud. Si alguien al llegar a la edad prescrita se negaba a pagar la cuartilla, a partir del oscurecer no podía andar por la calle, porque los mozos “le corrian” a pedradas. Esta costumbre era también extensiva a los jóvenes forasteros que ajustaban sus servicios como mozos de año en la localidad, y hasta tal punto este rito estaba arraigado y admitido por todos, que cuando el mozo forastero se ajustaba para el año, hacía el trato de que el amo debía de pagar el vino de la cuartilla.
Los mozos que rondaban a una moza, sin ser del pueblo, también debían pagar la cuartilla, cuando se les pedía, y el día de la boda, además, pagaban el “piso”.
Volvemos a ver aquí manifestaciones de lo que Lisón Tolosana llama ritos de unión y separación. Cada pueblo tiene conciencia de sí mismo y de sus valores, y por eso exige a todo el que quiera entrar en el ámbito de dicho pueblo pasar por unos marcos determinados.